Observen los ojos de Santa Bárbara. Inexpresivos, son esas dos lucecitas celadas entre sierras parduscas, revelándose al descender por el estrecho sendero hacia el pueblo. Dos iris lechosos, aprisionados a la tierra, cada tarde, contenidos en cuerpos hundidos en reposeras deshilachadas, cada tarde, envueltos en el aroma de un espiral que humea viciosamente, cada crepúsculo, encarnándose en la ropa adicta a su intermitente bocanada circular.
Esos ojos la vieron arrastrando las pantuflas contra el ripio chispeante, atravesando calles que mi padre abrió entre matorrales -y nadie se preocupó por bautizar-, pupilas aliadas en su cruzada hacia el arroyo escapando a la ciudad, con el reloj dorado del fundador trenzándose con las hilachas del único bolsillo del vestido arratonado que utilizaba para encerar mi porche. Marcada por su pulsación, nunca querrá dejarlo.
Andrés Charbonier llegó a las sierras para templar el asma que no lo dejaba vivir, cuando esto no era más que un desierto de serpientes y loros barraqueros. En menos de dos años surcó un camino hacia el arroyo, abrió registros oficiales, hizo traer la imagen de la Virgen dormida desde Bélgica y fertilizó esta tierra infecunda, todo a medio aire, rellenando su pecho con el viento serrano que aún le era fiel. Trajo la hora a aquella primera comarca de mestizos, de sol a sol, siempre con la vista fija en su reloj de oro lustrado al amanecer, primero por mi madre, luego por mí. Criado entre mineros, sabía que la única manera de fundar un pueblo es asentando la rutina, desde la tierra, las costumbres, los horarios para ir al baño, tomar mate, emborracharse y procrear. “Ustedes están plantando tramperas –decían sus amigos de Buenos Aires. Las primeras ratas van a ir a buscar el queso, pero sus hijos se vengarán”. Les enseñó a ser constantes y puntuales; previsibles y cobardes.
Anoche lo vi. Sobre un fondo blanco, como de luz saturada, con una expresión muy distinta a la del retrato que ilumina la sala de estar; descomprimido, poco sublime. Por debajo del puño de la camisa, adivinaba al reloj áureo, emanando albor como divino, produciendo el efecto lumínico sobre el fondo. Todo el pueblo estrechaba su mano, acariciando disimuladamente el artefacto. Enceguecida, volví a desvelarme, notando que aquella fue la primera vez que dormía con la cama deshecha. Eso, más que la imagen de la raquítica muñeca de mi criada con el reloj dorado, arrastrada - por él y su codicia- hacia la ciudad, sumergiéndolo para tomar agua del brote de manantial –deformando su imagen-, con su muñeca acariciada por cualquier niño tentado pero no tan estúpido como para arrebatárselo, pero sobre todo la sábana enredada como una serpiente indómita oprimiendo los recuerdos, me obligó a mandar a llamar a don Hervídes, el último rastreador vivo.
Conocía el caso a fondo, confiado de que acudiría a él antes que a ese nuevo forastero que oficiaba de comisario. Casi un amigo de la casa, mi padre lo había empleado únicamente para desenmascarar cuatreros y estafadores de otros pagos. Nunca imaginó que la traición llegaría desde nuestra misma garganta.
“Observe las bocas de Santa Bárbara, don Hervídes. Sin voz, silenciosas hasta para moverse, sedientas de historias nuevas que ahoguen el eco de niños en la plaza, como los aullidos de perros en las novelas, anunciando calamidades”. Ese no es lugar para jugar, solo para quemar.
“Observe atentamente las bocas de Santa Bárbara, don Hervídes”. Resecas, granizadas de arena y restos de verduras mal cocidas, usurpadas a una tierra estéril: selladas. Escupiendo tabaco, sorbiendo mate de una bombilla pastosa de tanto boca en boca, emborrachándose todas las noches en pulperías de paredes blancas de cal y manchadas por el humo amarillento de estufas a kerosén. “Las bocas de Santa Bárbara no despegan los labios, don Hervídes, pero hablan. Sin cesar. Algo tiene que encontrar”.
Fue cuestión de un par de días tormentosos, en los cuales Hervídes apeló al tedio para abrir, cautelosamente, los labios de jubiladas y ebrios.
La lincharon por obligación, en un acto ficticiamente espontáneo –ajustaban a la misma hora y en una especie de folclore-, con fanfarria, comilona y lloronas sin cargo. Ni el rastreador ni yo asistimos. Ambos sabíamos que, año tras año, Bárbara Charbonier debía dejar el reloj con luz propia en el primer cajón semiabierto de la cómoda, pedir un carro para ir a la ciudad a cobrar los intereses de algún campo legado por don Andrés y, al volver, sorprenderme por la prestidigitación, esperar unas horas, contratarlo, y mantener la rutina del albor, como divino, que hace de un conjunto de iris lechosos y bocas pastosas, de tardes iguales, un pueblo.
Observen a los ojos a Santa Bárbara. Sonríen.